

Me gustan los niños malos. Cuando veo un niño malo siempre pienso: este puede que se salve de la trituradora. Me gustan los niños que la lían. Los que corretean en los restaurantes con un tenedor en la mano, los que desafían a sus padres y tocan cuando les han dicho que no toquen. Los que se ensucian cuando comen, se rompen la ropa, gritan, patalean, se sueltan de la mano, dicen que no. Se les reconoce enseguida porque hacen mucho ruido y se mueven mucho. Su resistencia a la dominación es más fuerte que el afán adulto de domeñarlos. Hoy en día gozan de poca consideración. Los niños malos sufren más, desde luego, porque tener la complicidad adulta es una manera de facilitarse uno la vida. Los malos pasan por el calvario del sermón, el grito, la manipulación, el castigo. En los peores casos, -muchos, demasiados-, por la medicación para anestesiarles. Los niños malos, creo yo, son todos, somos todos, solo que algunos tienen en su casa la libertad de mostrarlo, y otros están tan asustados o manipulados que callan lo que son, lo esconden, lo falsean, lo reprimen. Como decía Freud:
“En niño es juzgado puro, inocente (…) Los niños son los únicos que no participan de estas convenciones; con toda ingenuidad hacen valer sus derechos animales y demuestran una y otra vez que han dejado para más tarde el camino hacia la pureza”.
Por suerte, todos los niños malos tienen una amigo. Un amigo, que además es eterno, que les acompaña y les comprende. Ese amigo escribió casi cincuenta libros para ellos. Entregó su vida entera a escribir historias que consiguieran liberar a los niños de su angustia. Porque eso es lo que hacen sus libros en los niños: liberar el peso insoportable de lo no dicho, de lo que no se puede decir. Este amigo tuvo la deferencia de hacerlo además a través de historias divertídísimas. Roald Dalh les regaló a los niños un lugar en el que pudieran ver reflejada, sin adornos ni filtros, la rabia, la soledad, el miedo, el deseo de justicia, la necesidad de venganza o la tristeza que a menudo no podían expresar en voz alta. Les dio la palabra a los niños, aún sin lenguaje complejo y tan a menudo sin el permiso para mostrarlo, para nombrar lo que sentían. Escribió para ellos, en su defensa, y escribió, por encima de todo, en contra de la rigidez adulta, contra el maltrato diario de tantos adultos sobre los niños, maltrato común que vemos en cada esquina, en cada plaza si abrimos un poquitín los ojos. Los libros de Roald Dalh le dan el permiso al niño de rebelarse, les explica, con palabras sencilla -para que pudieran entenderlo todos, todos, todos, incluso los malos lectores-, y con un estilo directo y dinámico, que lo que está pasando no tendría que pasar, que puede haber otra manera, que no se resignen.
Por este motivo, y como todos los libros subversivos y necesarios para la infancia, Roald Dahl ha sido tan cancelado, censurado, juzgado, demonizado. Las madres se echan las manos a la cabeza. Sucede siempre con los libros que más aman los niños. Se proponen lecturas cívicas, educativas, los niños bostezan desesperados con Miriam Tirado, las tardes se hacen largas, el tiempo pesa: otro libro sobre emociones, otra historia que obliga a los niños a ser intérpretes de sus propias vidas, a un análisis demasiado temprano de sus afectos, a hacer hojas de Exel con todo lo que tiene que hacer para satisfacer los deseos de los padres. Por suerte, el criterio de los niños acaba imponiéndose, así pasó con Gulliver, Stevenson, Peter Pan, Pippi Calzaslargas, los libros de Kipling, de Twain, de Carroll, de Tolkien, Michael Ende, estos valientes vencen, año tras año, a lo largo de la historia esta lucha a muerte con la literatura útil, pedagógica, domesticada.
Es maravilloso como Roald Dahl invierte la cuestión: los niños malos (Augustus Gloop, Veruca Salt, Violet Beauregarde) son realmente los que funcionan en la trama como caricaturas de lo que el mundo adulto ha proyectado en ellos: codicia, egolatría, glotonería. Son niños que han sido deformados por padres complacientes, sistemas educativos fallidos o una cultura superficial.
“Lo que intento en Matilda es criticar a una mayoría de padres de este país que no tienen ni un solo libro en casa y que se pasan el día viendo la tele".
Así, sin paliativos. Los niños buenos son todos los demás. Justo los que no les gustan a los adultos. Los que odian a su abusiva abuela y le preparan un brevaje venenoso, los que se rebelan, como Matilda, (¡Ay, Matilda, cuánto te quiero) de unos padres que no los ven, que los desprecian, que los prefieren tontos, los que escapan en un melocotón gigante lejos de unos adultos que los maltratan, los que enfrentan a brujas que quieren exterminarlos y las convierten en ratone, como el nieto de Las Brujas.
Roald Dahl escribe desde la memoria de su propia infancia. Como dijo Maurice Sendak, otro gran defensor de todos los niños: El artista pone elementos en su obra que vienen de los más profundo de sí mismo. Los toma de una peculiar vena de su infancia, siempre abierta y viva.
La infancia de Dahl tuvo también su dosis de castigos e injusticias, y como acompañante un mundo adulto muchas veces brutal e incomprensible. Dahl nació en Gales, hijo de inmigrantes noruegos. Su padre murió cuando él tenía solo tres años. Desde muy pequeño conoció la pérdida, la dureza, la frialdad de los internados ingleses. Estudió en colegios donde lo azotaban por faltas mínimas y donde los adultos tenían todo el poder y nada de compasión. Fue víctima de la violencia escolar —la que viene con corbata, con normas, con superioridad—. Fue testigo del absurdo, de lo grotesco, de lo ridículo del mundo adulto. Pero aprendió a reírse de él.
El artista es el que escribe con la sangre de esa vena siempre viva y abierta, el artista escribe desde un lugar sagrado, único: el lugar de su herida. En la herida de todos está el don, el regalo que podemos hacerle al mundo. Que debemos hacerle. Todo lo que es verdadero, bello y bueno, viene de ese lugar profundo que solo nosotros conocemos, pero que tenemos la obligación de entregar a los otros. La herida de Roald Dahl le habla a la herida de los niños, los consuela, los atiende, les dice que es injusto eso que están viviendo, y además les anima a que se levanten, a que se rebelen, y sobre todo a que se rían. Les propone la imaginación como una forma de justicia, de libertad.
Supimos después, finalmente, que la bondad no era obedecer, ni decir a todo que si, era comprender el dolor del otro, su fragilidad, su diferencia, y no usar nuestro poder contra él sino a favor suyo, de una manera justa. La valentía no era callarse y aguantar, sino hablar cuando nadie más se atreve a decir lo que piensa. La amabilidad no era sonreír siempre, sino defender al pequeño, al raro, al que todo el mundo excluye, incluido uno mismo. La humildad no era encogerse sino alzarse para reconocer al monstruo que todos llevamos dentro. La sinceridad era no traicionarse, el perdón no era olvidar, sino entender para vivir con un corazón libre. Los niños malos no éramos malos, solo estábamos más vivos. No hemos servido nunca para obedecer sino para conquistar un terreno propio a través de nuestra particular forma de ver el mundo. No podemos mentirnos porque nos duele demasiado el alma. Tenemos algo que hemos venido a hacer a este mundo, algo concreto, lo sentimos, lo intuimos, pero necesitamos que nos miren, nos apoyen, para entender como de desarrollarlo. No estamos quietos, no podemos, es la parálisis algo insoportable, venimos a abrirnos, a entregarnos, y esa visión no puede ser contenida. Tenemos mucha fuerza, soportamos los golpes, las faltas de respeto, toda forma de violencia. Pero nuestra fuerza no es infinita. Con un poco de suerte, consguiremos llegar más o menos enteros al final del camino, y llevaremos esa vena abierta por la que correrá la sangre de nuestra vida. Una vida plena y ancha que inspire a los otros, que les mnuestre que existe una manera de ser libres, valientes, y auténticos. Tal y como hizo Roald Dahl con nosotros.
Gracias eternas, Roald Dahl, todos los niños malos te seguimos celebrando.
Roald Dahl es rey de esta casa. Lo amamos por darnos el permiso para dejar de ser políticamente correctos en un momento de la historia en la que todo ha de ser edulcorado para pertenecer: al feminismo, a lo respetuoso, a lo cuidado… Siempre que lo recomiendo las criaturas se parten de risa y lo disfrutan infinito. Las familias, madres y padres, a veces no tanto!
Gracias por el texto!
¡Qué ganas tenía de que escribieras sobre Roald Dahl! De pequeña y adolescente me leí todos sus libros. Mi hija se llama Matilda, con eso lo digo todo 😂 Gracias por tu análisis ❤️❤️